Elogio de la dificultad.
Estanislao Zuleta
La
pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una
manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces
comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña.
Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin
muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de
mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente
inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas
estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque
constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí
mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de
las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la
seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las
soluciones definitivas.
Puede
decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en
que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en
aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la
frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear.
Deseamos mal.
En
lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible,
que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar,
deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo
tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una
sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para
hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de
satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente
recibida.
En
lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas,
queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo,
revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que
desgraciadamente sí han existido.
Adán
y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del
paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.
Desconfiemos
de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son
muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los
horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de
una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido
alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El
estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos
se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización
del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su
conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al
ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad;
en un sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar
algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria:
sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una
naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos.
En
lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de
pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de
enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se
desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza
toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo,
está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo.
Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que
consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y
concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.
Ahora
sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con
sus guerras santas y sus orgías de fraternidad no es una característica
exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones atrasadas en
el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y
desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y
una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado
o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de
caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un
discurso particular –todos lo son– como la designación misma de la
realidad y los otros como ceguera o mentira.
El
atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se
embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada
en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la
duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una
identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el
grupo– y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la
angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo
propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande
simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo
aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de
formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de
entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo,
cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo,
porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el
sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que
genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y
la crítica, el amor y el respeto.
Un
síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de
los grupos que las generan o que someten a su lógica doctrinas que les
fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto de
respeto.
No
se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la
vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien como
males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que
se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las
normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la
entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las
relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la
diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la
diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y
espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento
del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus
consecuencias, ejercer sobre él una critica, válida también en principio
para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma,
cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el
pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de
su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad,
sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la
realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o
algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la
concepción apocalíptica de la historia las normas y las leyes de
cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino
frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la promesa; y
por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la
misión incondicionada.
Pero
lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es
generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan
alegremente se había desechado, estimado sólo negativamente; lo que se
produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo,
escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una
sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase,
era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización
social racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la
desidealización sucede el arribismo individualista que además piensa que
ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda
esperanza de una vida cualitativamente superior.
Lo
más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos
hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad
diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo
difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y
la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo
que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como
aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría el
eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo
de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus
consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo
aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en
cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.
Hay
que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros
mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer
lo que llamaré una no reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un
método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta
de los problemas, los fracasaos y los errores propios y los del otro
cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro
aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una
manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el
circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican
por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es
así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude
evitar este resultado. El discurso del otro no es más que de su
neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación
de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos
que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los
resultados.
Y
cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica
que es siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro,
sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar
efectivamente el proceso que estamos viviendo.
La
difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a
nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que
consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de
las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto.
Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la
superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que
no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en
verdad, podría defenderse cualquier cosa.
En
el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye
a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a
un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la
altura de las conquistas de la humanidad.
Dostoievski
nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil
relación interhumana: van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que
si no se puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se
produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de
amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos
libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un
sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad
de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las
cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la
razón.
Pero
en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el
pensamiento histórico, el psicoanálisis, la antropología, el marxismo,
el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época surge
la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se
paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión
magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a
cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de
los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
"También esta noche, tierra, permaneciste firme.Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor. Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia"
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